Después de la división del Imperio Romano Occidente quedó conformado por Hispania, Italia, Galia, la isla de Gran Bretaña, el Magreb y las costas de Libia, mientras que Oriente estaba conformada por la península de los Balcanes, Anatolia Oriente Próximo y Egipto, convirtiéndose con el tiempo en el Imperio bizantino, denominación tomada de Bizancio, antiguo nombre griego de su capital Constantinopla.
Honorio situó su capital en Milán. Ya desde hacía tiempo, la mitad occidental del Imperio romano había estado sumida en continuas guerras civiles por el poder, con generales que se rebelaban cada pocos meses y se autocoronaban emperadores alternativos, especialmente en Britania y Galia. A este complicado cuadro que hacía tremendamente difícil mantener el gobierno sobre el Imperio de Occidente se unían las continuas injerencias de los pueblos bárbaros, que se oponían alternativamente a las órdenes de unos u otros contendientes o rompían con todos entregándose al saqueo según les convenía.
Por todo ello, Occidente sufrió de forma mucho más contundente las consecuencias de la crisis del siglo III, mientras que Oriente lograba recuperarse poco a poco, a pesar de las amenazas fronterizas de los godos y los persas, debido a los ingresos procedentes de los ricos campos de Anatolia y Egipto, su mayor cohesión interna y su población más abundante y menos golpeada por las guerras civiles, la corrupción y las pestes como ocurría en Occidente.
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